La ruta de los jueces

La ruta de los jueces.

Miguel Carbonell.
Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell AC.

No es infrecuente describir al sistema autoritario que gobernó México durante 70 años como uno especialmente hábil para entablar negociaciones y llegar a acuerdos con los principales actores políticos. El régimen político mexicano no gobernó a sangre y fuego (aunque de las dos cosas hubo), como lo hicieron los regímenes genocidas que encabezaron las dictaduras del Cono Sur. 

El pragmatismo de muchos políticos priístas los llevaba a negociar, a intercambiar prebendas, favores, licencias, dinero, puestos públicos, etcétera, antes que a reprimir. Fue un arreglo que funcionó relativamente bien durante muchos años, sobre todo para quienes estaban dentro del “sistema” y dentro de “el partido” (así, en singular en ambos casos).




Con el paso del tiempo –sobre todo a partir de los años 60 del siglo XX- fue surgiendo un enorme pluralismo, tanto político como social. Esto generó que los arreglos tradicionales fueran quedando anquilosados. Las posibilidades de llegar a acuerdos y generar pactos decrecieron al tener un escenario político multicolor, bien distinto del dominio hegemónico de épocas anteriores.

En este nuevo escenario el gran árbitro que por décadas fue el Presidente de la República vio disminuida drásticamente su influencia. La lógica de la oposición política fue tomando forma y la diversidad partidista en las Cámaras del Congreso de la Unión, en los gobiernos de los estados y en las cabeceras municipales hizo que los arreglos provenientes de la presidencia de México dejaran de ser atendibles sin condiciones. 

Poco a poco fue surgiendo la necesidad de acudir a nuevas vías de diálogo, a renovadas formas de entendimiento, a nuevos árbitros para solucionar las diferencias, las cuales cada vez se hacen más y más públicas (una característica del régimen priísta fue precisamente la opacidad en el manejo del aparato estatal).

Es en este contexto que el Presidente Ernesto Zedillo, con gran visión estratégica, promueve una radical reforma al Poder Judicial Federal en diciembre de 1994. Dicha reforma renovó por completo a la Suprema Corte, creó el Consejo de la Judicatura Federal y, por lo que ahora interesa, creó los dos instrumentos jurídicos a través de los que en los últimos años se han venido definiendo los problemas jurídico-políticos de México: las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad. 

A través de ambos medios de control constitucional la Suprema Corte ha ido conociendo de un sinnúmero de cuestiones relevantes para la configuración política del Estado mexicano. Desde el aborto hasta los husos horarios, desde la militarización de la seguridad pública hasta los derechos de los pueblos indígenas, la Corte ha tenido que pronunciarse una y otra vez sobre temas de enorme relevancia, asumiendo el papel de árbitro nacional, poseedor de la decisión final en las disputas por el poder político y social dentro del país.
Nunca se podrá saber con certeza, pero quisiera aventurar la hipótesis de que la reforma de Zedillo no estuvo inspirada en razones vinculadas con el fortalecimiento de la democracia o con la lógica del Estado de derecho. 



Fue una especie de recurso extraordinario para seguir manteniendo bajo control priísta a los principales actores políticos. Lo que el PRI no podía hacer por vía político-electoral (pues cada vez era más intenso su declive en las urnas) lo iba a lograr a través de la intervención en la integración y funcionamiento del máximo órgano judicial. La clave del éxito de esta estrategia era conformar una Suprema Corte que fuera obsequiosa con el poder presidencial e hiciera entrar en cintura a los poderes locales que estaban pasando apresuradamente a manos de los partidos de la oposición.

Si esto fue lo que efectivamente se buscó, el objetivo fue cumplido solo a medias. En efecto, la SCJN integrada en febrero de 1995 no fue ni moderamente activista, pero actuó con mayor independencia respecto de la que habían mostrado integraciones anteriores. Es decir, no hubo sumisión al Presidente, pero tampoco desbocamiento del quehacer judicial. La mayor parte de sus sentencias (como sucede todavía hoy en día) fueron de carácter conservador y apegadas a razonamientos jurídicos muy tradicionales (algo anticuados en su mayor parte).

Con todo, lo que es innegable es que a partir de 1995 emergió un nuevo actor principal dentro de la escena política de México; los jueces comenzaron a aparecer en las noticias de ocho columnas, sus sentencias fueron revisadas con lupa por el gobierno federal y por los locales, algunas tesis jurisprudenciales dieron lugar a acalorados debates académicos y en los colegios de abogados, ciertos criterios modificaron la vida interna de los partidos políticos, etcétera, etcétera. Los Ministros saltaron de lleno (para bien o para mal) al escenario y tomaron parte en la disputa por el rumbo de la nación.

Es en este contexto en el que algunos analistas advierten sobre el riesgo que conlleva la judicialización del espacio público. Nos avecinamos a una democracia de los jueces, o dirigida por los jueces, dicen ciertos autores. Lejos de eso, creo que al proceso de judicialización de México todavía le falta un buen trecho de camino por recorrer. Y creo que la mayor presencia de los jueces en las discusiones públicas es consecuencia directa de la progresiva implantación del modelo del Estado constitucional de derecho. Ese modelo supone y exige la intervención judicial inexcusable para llevar a cabo el control del poder (del poder público y, en alguna medida, del poder privado). Ese control es la característica fundacional de los modernos Estados de derecho. Lo contrario eran precisamente los regímenes absolutistas.

Si los Ministros se toman al pie de la letra el ordenamiento jurídico (todo el ordenamiento) tal como hoy en día está vigente en México, el resultado inexorable será una Corte sumamente activista, responsable de un cambio jurídico desde arriba, pero que tendrá enormes (y benéficos) efectos prácticos hacia abajo: hacia el resto de la judicatura, tanto local como federal, hacia el quehacer académico e incluso hacia las tareas que debe desarrollar el poder reformador de la Constitución. 



El activismo judicial no solamente es posible, sino que también es deseable si estamos dispuestos a defender el modelo de la democracia constitucional que hoy en día ya está formalmente vigente en México


Si queremos que en México sea la Constitución la que ordene y guíe la convivencia civil y política, tendremos que aprender a convivir con una judicatura activa y omnipresente. Lo que debemos hacer a partir de esa premisa es vigilar intensamente lo que hacen nuestros jueces, para balancear sus enormes poderes con la crítica social, política y jurídica que es tan necesario en todo Estado democrático. Pero lo que queda claro es que en alguna medida la ruta de la democracia mexicana pasa muy cerca de la mesa de nuestros jueces. Y eso creo que es una buena noticia para todos.



Recomendación de libro:


















Todo lo que necesita saber sobre la SCJN


Entradas populares de este blog

Cursos y Diplomados en línea

¿Qué requisitos debe reunir un mensaje de Whatsapp para poder ser presentado en juicio?

Sobre la argumentación jurídica